Un exilio premeditado a un pueblito. O, al menos, a una ciudad que no sea gigante. Con menos de 100 mil habitantes ya estaría bien.
Montañas con algo. No importa si son lagos, desiertos u océanos. Y que la gente que no ande nerviosa por la calle. Que haya nieve en invierno, y que en verano no haga tanto calor.
Ya no sueño con que sea barato. Me amigué con la idea de que tendré que pagar lo que se paga en Buenos Aires. A países lejanos no se puede ir. Ya no hay Uzbekistanes, Kazajistanes, ni tentaciones siberianas, donde todo es barato y hermoso. El virus complicó mucho saltar entre baldosas.
También tiene que haber Internet. Por trabajo, claro.
¿Y si me fuera a un lugar sin Internet? Podría implementar un sistema para hablar una vez a la semana con quien sea necesario, o incluso una vez al mes.
Deduzco que iría acompañado. Creo que ya nunca más volveré a ir solo a ningún lado, la aventura se reconfigura en el horizonte.
Lo bueno es que siempre está la pólvora en la mano, por si acaso (u ocaso). Y ahí se revienta lo que duele o molesta. Hay que dinamitar lo que impide la felicidad.
Pero ojo, esa es una manera insana y poco sustentable de vivir. Yo no sé si estoy de acuerdo, pero mi psicóloga no para de decírmelo. Y ella es la que tiene los laureles.
Tal vez tenga que reventarme a mí. De buena manera, tampoco jugar al vía crucis. ¿Pero si las buenas maneras no alcanzan? Quizás el rigor sería un maestro más efectivo que la mano amiga.
¿Y cómo me encuentro con el rigor? ¿Quién clava el puño sobre mi cabeza?
Me preocupa que de eso sólo aprenda a qué temerle, y nada más.
Y sólo saber qué es lo que te asusta no es suficiente.
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