Todavía no había amanecido. A través de la ventana se veía la tormenta. Ella, abstraída, miraba la lluvia y los relámpagos.
-¿Estás bien? -pregunté.
-No. No estoy bien. No hay nada después de la muerte, nada -contestó, con la mirada inmóvil.
-¿Y qué tiene? -dije yo, tratando de entender.
-¿Cómo "y qué tiene"? Es literalmente la peor certeza que se puede tener -replicó, levantando el tono.
Decidí no hablar más, pero ella retomó la conversación: "Mi vida consiste en preocuparme por el trabajo, el alquiler, los servicios, y por buscar algún tipo de equilibrio que me dé tranquilidad".
"¿Y está mal que intentes buscar equilibrio en tu vida?", consulté.
"Por supuesto que está mal. Soy apenas un cuerpo de minúsculo que habita una esfera que gira alrededor de una estrella gigantesca en algún lugar del espacio, y me paso cada día preocupada porque tengo deudas", explicó.
"No entiendo lo que querés decir", confesé.
"¿De verdad no lo entendés? ¿No te das cuenta de que nos llenaron de reglas, responsabilidades y expectativas inventadas que sólo sirven como obstáculos y distracciones durante nuestra carrera hacia la muerte? Porque eso es lo único que nos espera al final: La muerte", lanzó, girando su rostro hacia mí.
Intenté replicar algo, pero ella continuó:
-Ni siquiera quiero que estés acá ahora, quiero estar sola.
-¿Querés que me vaya? -consulté.
Entonces, hizo un breve silencio y luego, decepcionada, preguntó: "¿Escuchás algo de lo que te digo?".
Visto el ambiente que se había generado, busqué mi ropa, me vestí, agarré mi mochila y, algo consternado, la saludé. Aunque yo no había dicho nada, ella notó mi malestar, y me despidió con una última frase:
"No puedo evitar que te pongas triste, pero sí puedo decirte la cruda verdad: Nada de esto importa. Ni vos, ni yo. Ni nosotros. Y ojalá esa verdad te alivie cada vez que te sientas mal".
Y no, esa verdad no me alivió.
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