martes, 29 de septiembre de 2020

Mi verano en la costa

Ese verano lo pasé en uno de esos pueblos costeros de la provincia de Buenos Aires. Ya separado y lejos de mis pocos amigos, quise empezar de nuevo. Quién sabe, quizás en ese proceso hasta podría desligarme de mi familia. 

Estuve cinco días en una cabaña, y sólo fui a la playa una vez. La mayoría del tiempo lo pasé caminando en el pueblito y lamentándome por todo en mi cama. 

Esa única vez que pisé la arena estaba nublado, y el viento pegaba fuerte. Caminé largamente, pasando primero por la arena limpia, luego por rejuntes de caracoles, después entre pájaros muertos, y finalmente en una especie de basural. Me ardían un poco los pies por caminar descalzo, pero no me importaba mucho, ya que estaba a punto de alcanzar el próximo pueblo. 

Cuando llegué a la siguiente ciudad, me encontré con una especie de muelle que me obligaba a entrar a las calles del barrio. 

Me metí, y caminé en lo que parecía una urbe completamente abandonada. Todo en perfecto estado, pero sin gente. De hecho, hasta me senté en un restaurante, pero nunca me atendieron.

Retomé mi camino hacia la playa y, al llegar, me senté a mirar las olas. El sonido del mar es un tanto hipnótico: Ida y vuelta, ida y vuelta, ida y vuelta, y así eternamente. El viento a veces te descoloca, pero pronto todo se vuelve a equilibrar.

Entonces pensé en mis razones para estar ahí. 

Me acordé de las cagadas que me mandé con gente que quería, de lo imposible que es encontrar el perdón en algunos casos, y de cómo cada paso en falso puede ir alejándote más y más de la gente. ¿Será que así nacen los criminales? ¿Una mezcla de errores y rechazos? ¿Acaso iba camino a eso?

También me vino a la mente la imagen de gente a la que hice feliz. Lo extraño de esas personas, es que algunas forman parte del grupo que no me quiere ver nunca más. 

Ya busqué mil explicaciones. En algunas me flagelo hasta desintegrarme, en otras busco un punto medio, y en las menos frecuentes me lavo las manos. 

Ante todo, me intento ver culpable. Es la única manera que tengo de mantenerme realista porque, si no, me veo tentado de  caer en la locura de creer que están todos equivocados menos yo. 

El siguiente paso fue cuestionarme qué importancia o sentido tenía revolver mi cabeza. Al fin y al cabo, sólo tengo un corto tiempo para hacer y sentir. 

Es decir, mi propia mortalidad me empuja a replantearme los lineamientos de mi existencia. ¿Vale de algo encontrar el perdón ajeno? ¿Tiene algún premio estar dentro de los márgenes de lo "aceptable" o "correcto"? 

Cuando era chico, mi abuela rumana me decía que no debíamos esperar un premio por "hacer las cosas bien", sino que era lo mínimo que podía esperarse de nosotros. Entonces, si no hay premio, ¿qué objeto tiene siquiera ser cortés con otro ser humano? ¿El único incentivo es no caer bajo el castigo de la ley o del desprecio ajeno?  

Bueno, quizás esa sea otro punto de partida para volverse un criminal.

Sin embargo, a mí sí me afecta el desprecio ajeno. Al punto tal que he metido la pata gravemente por esquivar el odio de los demás. 

No siempre pude explicar esto, pero creo que un buen ejemplo es el siguiente: Hay dos habitaciones, un pasillo, y una pistola con una sola bala en mis manos. En cada habitación hay una persona que amo, y cada una me pide que mate a la otra. "Si no la matás, me voy para siempre de tu vida", me dicen ambas. 

Como no quiero elegir, salgo al pasillo y pego un tiro al aire. Luego, vuelvo a entrar al cuarto de cada persona, y a ambas les digo que maté a la que está en la otra habitación.

Así quedamos todos contentos, hasta que alguna de las dos personas descubra que la otra está viva. El riesgo lo asumo todo yo pero, aun así, alguien podría argumentar que es una enorme cobardía no jugársela por un bando y eliminar al otro. 

Si fuera por mí, la pistola ni siquiera tendría munición. 

Como es de imaginar, el engaño de la bala perdida no se puede sostener por siempre. Eventualmente, alguien descubre lo que hiciste y te hace sentir culpa. Si es posible, también buscará arruinarte. 

No existe tal racionalidad como que te digan "sé que te puse en una situación difícil, entiendo por qué hiciste lo que hiciste". Más bien todo lo contrario: Vas a contemplar cómo la persona que amaste se vuelve un sádico total. 

Es increíble lo que las situaciones de tensión pueden provocar en el otro. 

Luego del castigo directo, está el día después. Conozco gente que es capaz de poner sus conjeturas negativas sobre mí como verdades irrefutables. Y es muy fácil que sean irrefutables, ya que yo no estoy ahí para poder contestar. 

De más chico la hubiera hecho corta, y le hubiera ido a encarar para que me aclare qué tiene que discutir conmigo, y sobre todo que me diga las cosas directamente a mí, ya que estoy a un mensaje de distancia. 

Pero ya no vivo en el barrio, y hacer eso me haría quedar como un cavernícola, porque ahora me rodeo de universitarios que viven teorizando sobre cómo debe ser un mundo perfecto, pero no tienen ningún plan de contingencia por si algo falla. 

No hay lugar para brusquedades tales como pedir un "mano a mano" (aunque fuera verbal), y ahí es donde quedamos varados los que quebramos ese mundo perfecto: En una playa llena de culpables. 

En esa playa bonaerense estaba yo solo, y recordar el daño que había hecho me daba picazón en todo el cuerpo. Me sentía manchado, marcado, mugroso. Por eso, me saqué la remera, y me acosté boca arriba en la orilla, justo donde la marea concluía su recorrido. 

El agua iba y venia, iba y venía, iba y venía y limpiaba mi cuerpo.  A veces rebotaba contra mi costado, y otras me cubría completamente. Así, el mar lavó toda mi humanidad, como si por fin estuviera purificándome. 

Minutos más tarde, me levanté, y noté que mi espalda estaba llena de arena. El viento seguía pegando fuerte, y el vaivén de las olas sonaba en clave hipnótica, pero la purificación había sido una farsa, porque la mitad de mi cuerpo seguía sucia. 

Para revertir la situación, volví a meterme al agua, pero esta vez de pie, para que no fallara la limpieza. Con gran teatralización abrí mis brazos y dejé que la fuerza del mar me bañara, y así mi espalda y mi pecho estuvieron límpidos simultáneamente.

Terminado el rito, finalmente emprendí el camino de regreso, ya con mi remera puesta. 

Nuevamente crucé la ciudad vacía, el basural, el cementerio de pájaros y la caracolera. En el horizonte, las nubes empezaban a ceder y se asomaba el tono azul. 

Respiré hondo, y disfruté de mis vacaciones por primera vez en esos cinco días. Sentí mi mente renovada, mi cuerpo más ligero, y tuve algo de esperanza. 

Sin embargo, al llegar a la cabaña, noté con tristeza que mis pies seguían sucios. Ese día entendí que, por más que quisiera borrarlas, las marcas se llevan por siempre.


-

Si lo que escribo te gusta y te hace bien, podés invitarme un café ♥

1 comentario: