Hubo una Navidad en la que quería un regalo en especial: Un muñeco que tenía armas que se llamaba Max Steel. Cuando llegó el momento de abrir los regalos, en lugar de eso, me encontré con un robot hecho de plástico y muy frágil que había visto en el “Todo por $2” cuando fuimos a pasear el fin de semana anterior.
Quedé frustrado y les pregunté a mi mamá y papá por qué nunca me tocaban los regalos que quería. “El año que viene portate mejor y seguro te toca el regalo que querés”, me dijo mi mamá, que era la única que respondía a mis incógnitas. Mi papá prácticamente no hablaba, tenía menos de 40 años pero parecía mucho más viejo. Siempre estaba cansado,y su único placer era escuchar los fines de semana una y otra vez el disco Foxtrot de la banda Genesis.
Mi papá estaba muy triste siempre que estaba cerca mío y de mis hermanos, tanto que me hizo pensar que jamás quiso tener hijos.
Mamá intentaba hacer nuestra realidad más llevadera, y por eso rogó en un colegio privado para que me dieran una beca a través de una amiga suya que trabajaba ahí. "Los colegios públicos son un infierno”, la escuché decir mil veces, sin tener bien en claro qué significaba.
Tras mucho insistir, me la otorgaron por un par de años, aunque después la cancelaron.
Mientras estuve ahí, pude ver placeres de esta vida que para mis compañeros eran ni más ni menos que la vida cotidiana: Jugué a la Playstation, paseé por jardines enormes, vi habitaciones individuales para un sólo niño, me metí en una piscina, me bañé sin una cacerola, y comí cosas que no sabía que existían. También aprendí que hay perros que se compran, y que hay madres que no trabajan.
Una vez le pregunté a mi mamá por qué las casas de mis amigos eran tan grandes y la nuestra tan pequeña. Me dijo que, si todos viviéramos en casas tan grandes, el mundo se quedaría sin espacio para la gente.
Yo me puse muy triste, porque en mi casa vivíamos todos en la misma habitación. “¿De verdad no hay lugar?”, pregunté, y mi mamá empezó a llorar silenciosamente.
“Un día vamos a vivir en una casa más grande, te lo prometo”, me dijo, pero ese día nunca llegó.
Mi papá se fue de casa años después, y mi madre hizo lo que pudo.
Cuando tuve mi primer trabajo, le prometí que iba a comprar una casa grande para ella, pero yo tampoco cumplí mi promesa. Pensé que iba a poder honrar mi palabra, pero hoy estoy más lejos que antes de poder alcanzar esa meta.
Y ahora me encuentro en esta peste mundial atrapado en mi monoambiente. Extraño la naturaleza y salir a pasear, pero no hay nada que hacer, así son las cosas.
Aunque qué hermoso sería tener un lugar donde pasear y disfrutar del pasto, algún árbol, o ver el amanecer. Qué lindo sería poder tener un jardín y una casa grande, como en las que vivían mis amigos del colegio.
Ojalá el mundo tuviera un poco más de espacio para que todos pudiéramos vivir así.
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