Volvía del cine de ver una película con la chica que me gusta. La verdad es que, desde hace unos meses, todo anda muy bien, no puedo quejarme: Tengo trabajo, estoy hasta las manos con esta piba, no estoy teniendo casi problemas con otras personas, y encima parece que se va Macri. Un combazo.
Fuimos a ver esa película de la que todos están hablando, y la pasamos muy bien. Nos agarramos de la mano mientras estábamos en el cine, y en algún momento apoyó su cabeza sobre mi hombro, todo hermoso, casi quinceañero. Cuando salimos, la acompañé a la parada y, al ver que el bondi estaba por venir, charlamos unas últimas palabras:
-Te quiero tanto, tanto -le dije.
-¿Me querés nada más? -respondió, con su sonrisa pícara.
-¿Me vas a hacer esta pregunta justo cuando viene el colectivo? -bromeé.
-No sé, yo no te mandé a decirme que me querías... Ahora tengo muchas preguntas para hacerte.
-¿Querés dejar pasar el colectivo?
-No, me tengo que ir a trabajar. Creo que tenemos mucho tiempo para hablar de esto, ¿no? -preguntó, levantando las cejas, todavía sonriendo.
-Me gusta creer que sí -esbocé, con algo de timidez.
-¿Qué es eso de "me gusta creer que sí"? Te imaginaba jugando más fuerte conmigo... Muy tibio resultaste al final, eh -acusó, a modo de chiste.
-Bueno, la próxima te digo que te amo, infeliz.
Sin decir nada (y con gesto victorioso) me saludó y se subió al colectivo. Cruzamos miradas a través de la ventana, y la vi alejarse.
Así fue como emprendí a pie el camino a casa, ya que más o menos estaba cerca (unas veinte cuadras, más o menos). Además, la ruta es bastante linda, porque tengo que andar por una avenida súper ancha y arbolada donde casi no hay tránsito, ya que la misma no conecta con nada útil ni interesante. Casi un reflejo de los años vividos por la mayoría de nosotros.
Vieron que, cuando uno está en una buena racha, le encuentra la belleza a todo, y así es como tardé una eternidad en recorrer la avenida, porque no podía dejar de sacarle fotos al atardecer, que se iba escondiendo detrás de unos edificios horribles con un montón de manchas de humedad.
Terminada la mini sesión, doblé a la derecha, para luego cruzar las vías del tren. Con sorpresa, vi a un pibe que estaba sentado al costado de las vías llorando sin ningún disimulo. En la cara tenía la angustia marcada a fuego y, mientras las lágrimas caían con rapidez, abrazaba con fuerza su mochila. Desaceleré el paso para ver si era apropiado decirle algo, pero inmediatamente lo creí mala idea. "No soy quién para perturbar su derecho a llorar tranquilo", pensé, y continué.
Sin embargo, tras haber cruzado, me replanteé la escena: Hay un hombre solo llorando en público (con lo extraño que eso es), abrazando una mochila (lo que me hizo pensar que el tipo estaba en la calle hacía un rato largo), y encima al lado de las vías. No en una plaza, o en la entrada de algún edificio, sino sobre el pasto lindero al ferrocarril, como si el dolor, de tan insoportable, lo hubiera hecho caer rendido en ese lugar.
Entonces, reculé.
Volví sobre mis pasos, y me acerqué. "Flaco, ¿te puedo ayudar?", le pregunté, y el tipo me rechazó, pero no fue ni con temor ni hastío, sino como si yo ya hubiera llegado tarde a la situación. Como si ya no hubiera nada que hacer.
Amagué a irme, pero insistí:
-En serio, capaz te puedo dar una mano.
Él apenas ladeó la cabeza en señal de negación.
-Mirá, yo todos los días trato con gente en tu situación -expliqué- por eso te digo, en una de esas te termino ayudando.
-No quiero -contestó, firmemente.
-Pero escuchame, ¿cómo te llamás?
-¿Qué te importa mi nombre?
-Bueno, está bien, no hace falta que me digas. Lo que te quiero decir es que todo lo que hablemos vos y yo queda acá, no hay consecuencias para lo que me digas. Pensalo: No sé ni tu nombre. Podés contarme cualquier cosa con impunidad.
-¿Eso te pensás que quiero, impunidad? -contestó, con odio.
-No, perdón, no me refiero a eso.
-Son todos iguales ustedes, eh.
-No me metas en la misma bolsa, yo no soy como ellos.
-Qué no... Seguro vivís en este barrio también.
-No, estoy de paso, pero aunque yo pensara como ellos, eso no quitaría que tengo genuinas ganas de ayudarte.
-No me podés ayudar.
-¿Y cómo lo sabés?
-Porque ya te saqué la ficha, me vas a venir a dar un discursito nomás.
-¿Y qué necesitás, si no son palabras?
-¿Qué te importa?
-Mirá, te propongo algo, yo te cuento un problema mío, y vos me contás uno tuyo, ¿querés? -propuse, pero no respondió, y continué- Desde hace un tiempo que mi vieja está peleándola contra el cáncer, pero la verdad es que no hay buenas perspectivas a futuro, y desde que convivo con esa situación me cuesta estar tranquilo, la paso mal porque pienso que cada día podría ser el último. ¿Sabés qué es lo peor? Que a veces me cuesta hablar con ella, decirle algo lindo, todas las noches saludarla, etc. Eso me llena de culpa, porque es muy probable que muera pronto, pero aun así a veces me da paja ser atento con ella.
El tipo me miró, y consultó:
-¿No me estás chamuyando?
-¿En qué sentido?
-¿Es posta la historia esta?
-Sí, es posta -y de verdad lo es, aunque tal vez exageré con que le queda poco tiempo de vida.
-Tenés que ser más agradecido de tener una madre.
-¿Vos la perdiste? -interrogué.
-¿Y a vos qué te importa?
Revoleé los ojos, un poco podrido de su mala onda, así que me despedí.
-Bueno, flaco, todo bien. ¿Sabés qué? Quedate llorando solo. Conste que yo te quise ayudar y vos no aceptaste.
Antes de dar media vuelta, cambió de opinión.
-Estoy muy cansado -arrojó.
Volví a mirarlo, pero no dije nada.
-No quiero vivir más, me cansé, no puedo soportar todo esto -continuó, retomando su llanto, y sin soltar su mochila- estoy podrido de que todos los días sean una mierda, no lo puedo soportar, no lo puedo soportar -y estalló en lágrimas.
-Tranquilo, tranquilo -apacigüé.
-¡¿Tranquilo qué?! -gritó- ¡No puedo estar tranquilo! ¡Nunca puedo estar tranquilo! ¡La puta madre, nunca puedo estar tranquilo!
-Pero, loco, decime qué está pasando, porque si no, no te puedo entender -exigí, con el tono más gentil que pude mantener a esa altura de la conversación.
-¡Te lo estoy explicando! -continuó, gritando- ¡¿Qué parte no te queda clara?! Ya está, yo me rindo acá, no sigo más. Acá, hoy, en este lugar, es mi último día.
-¡Pero decime por qué! -grité yo también, moviendo las manos con euforia.
-¡Porque ya está! No hay nada que pueda hacer. Todo está mal, todo.
Me quedé callado, a ver si algo cambiaba, pero él siguió llorando.
-No quiero que te quedes acá, dejame solo -pidió.
-Pero, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a esperar a que pase el tren y tirarte a las vías? ¿Ese es tu plan? -pregunté, ya un poco desesperado.
-¡Andate, no quiero hablar con vos, andate!
-¡Escuchame un poco aunque sea! ¿Esto es lo que querés? ¿No pensás en tu familia o los que te quieren? ¿De verdad querés que la última vez que te vean tengas todo el cuerpo destrozado porque te pasó un tren por arriba? Si ese es tu plan, contestame aunque sea. Total, si es tu último día de vida, probablemente yo sea la última persona con la que hables.
-Lo único que quiero es que termine, ya está. Tengo la decisión tomada, y vos no me vas a convencer para que haga otra cosa.
-¿Cómo morir es mejor que estar vivo? Explicámelo, porque no lo entiendo.
-Cuando cada día de tu vida sea una mierda, ahí vas a entender. Preguntale a tu mamá cómo se siente.
-Pero mi mamá no piensa que cada día de su vida sea una mierda -me atajé.
-Eso pensás vos. ¿Se lo preguntaste? ¿Sabés lo que debe ser pasar cada día sabiendo que te queda poco?
-Ella intenta vivir lo mejor que puede este tiempo.
-¿Y? Que intente vivir mejor no hace que deje de ser una mierda. Imaginátela cuando ve que vos estás hablando con ella sólo para no sentirte culpable, debe preferir morirse de una antes que ver como su propio hijo la caretea. Es tu mamá, ¿te pensás que no se va a dar cuenta que le hablás sólo por compromiso? Yo también me querría morir si tuviera un hijo como vos.
-Por favor te lo pido, no lo hagas -fue lo único que pude responder, conteniendo mis ganas de pegarle una piña en la cara.
-Vos no decidís. No hay nada de esto en lo que puedas decidir.
-Pero lo puedo impedir.
-¿Ah sí? ¿Y qué vas a hacer? -desafió.
Inmediatamente lo agarré del brazo para levantarlo y sacarlo de ahí, pero me empezó a tirar patadas con mucha furia.
-¡Tomatelá, hijo de puta! -insultó.
-¿"Hijo de puta" me decís, cuando estoy intentando ayudarte? -le reclamé, ya agotado por el forcejeo verbal y, ahora, también físico.
-Sí, hijo de puta, eso sos, tomatelá.
-¿Sabés qué? Morite, pelotudo. Total, con esa actitud es al pedo que sigas vivo. Que te vaya muy bien, che, te felicito.
-Forro, hijo de re mil puta -insistió, y me fui.
Nuevamente crucé la vía en dirección a mi casa, pero no pude dejar de mirar hacia atrás, pensando en regresar al lugar, incluso con toda la bronca que tenía encima, y con lo desagradable que me parecía este tipo. Pero no lo hice.
Entonces, apenas dos cuadras después, escuché la bocina del tren, y entendí que todo había terminado.
A dos cuadras de salvar la vida de un infeliz...
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