martes, 20 de diciembre de 2016

Reclusos

"Vamos, tenemos que intentarlo, hace diez años que estamos acá" me dijo mi compañero. Efectivamente, ya hacía diez años que estábamos ahí, a poco más de cincuenta metros por encima del suelo, sufriendo la llamada "condena ejemplar".


Nuestro lugar de reclusión consistía en una plataforma, similar a las que usan los helicópteros para aterrizar, con un baño en forma de cabina en el centro, a muchísimos metros de altura, privándonos de ver con claridad lo que acontecía en los cimientos de la misma. Siempre soñé con escapar (y también con preguntar por qué se gastaba tanto dinero en este tipo de castigo), pero nunca me animé a intentarlo. No parecía haber ninguna salida posible, más que salir volando.

No llegué a este lugar sin razón: Había terminado de pagar mi casa, después de varios años. Para festejarlo, invité a algunos amigos, y pasamos una velada muy agradable, que terminó alrededor de la medianoche. Me recosté, no muy cansado, y me quedé meditando, acompañado por la serenidad del silencio.

Varias horas estuve así, hasta que escuché un ruido, que provenía del jardín. Me levanté y espié por la rendija de la persiana, que daba a la parte trasera de mi hogar, y así pude ver a un hombrecito que acababa de saltar la pared lindera a la casa contigua, para entrar a la mía.

No atiné a llamar a la policía, ni a gritar, ni a hacer nada que fuera convencional, tan sólo me quedé mirando. Así observé cómo, muy sigilosamente, se introdujo en mi casa. Me fui de donde estaba, para ubicarme detrás de la puerta de mi habitación, esperando a que el visitante apareciera.

Después de varios minutos, la puerta de mi cuarto se abrió, y vi entrar al ladronzuelo casi en puntitas de pie, supongo que para no hacer ruido. Sin esperar mucho, me abalancé sobre él, y lo dejé en el suelo tirado, manteniéndolo inmóvil con el peso de mi cuerpo. No estaba armado, y no venía acompañado de ningún otro ladrón, por lo que decidí voltearlo, ya que estaba boca abajo. Al mirarlo noté que era tan sólo un chico, de unos catorce años, por lo que le pregunté:





-¿Por qué te metiste a mi casa?

No entendí bien su respuesta, dijo algo como "Amigo déjeme ir", pero no pude descifrarlo, por lo que le volví a consultar con las mismas palabras:

-¿Por qué te metiste a mi casa?

Nuevamente respondió con la misma frase casi inentendible, y agregó, de forma prepotente:

-No me pegue, amigo.

Lo miré fijo, un tanto extrañado, y le dije:

-¿Por qué te pegaría?

-Eh, no me pegue, no me pegue.

-No es difícil mi pregunta, ¿podrías responderla?

-Amigo déjeme ir, no me pegue, no me pegue -volvió a responder, con la misma monotonía y rapidez.





-¿Podés responder mi pregunta? ¿Tenés algún problema para entenderla? -grité, sólo para asustarlo.

-Eh amigo, no me pegue, amigo.

Lo volví a observar fijamente y, al comprender que él no iba a responder otra cosa, empecé a encajarle puñetazos. Después de una larga y desenfrenada cantidad de piñas y patadas, lo creí muerto pero, al tomarle el pulso, noté que no lo estaba.

Por alguna razón, mi enfado no había terminado, es más, seguía creciendo. Esto me llevó a buscar una cinta gruesa que había en la casa, que nunca había usado y que compré por recomendación de un amigo. Con la misma tapé la boca del pequeño delincuente, y envolví su cuerpo para que no pudiera moverse. Después lo encerré en el baúl del auto. Sin dilación, me recosté en mi cama y dormí un buen rato.
Cuando desperté fui caminando a comprar una pala que, apenas volví a mi casa, empecé a utilizar. Me llevó varias horas cavar el hoyo, para cuando terminé ya era de noche otra vez, por lo que me dispuse a cenar, para luego terminar mi trabajo.
Una vez que vacié el plato, fui al garaje, abrí el baúl, y el chico parecía estar durmiendo (vaya uno a saber cuánto tiempo estuvo tratando salirse). Lo tomé como a una bolsa de papas, y así lo llevé hasta el agujero que había cavado. Lo apoyé al borde del mismo y, con mucha suavidad, lo empujé hacia adentro. El pequeñito se había despertado, y no dejaba de retorcerse, pero no me importó, al fin y al cabo, él se había metido en mi propiedad.

Rellené la improvisada tumba con la tierra que había sacado para hacerla, para luego bañarme e irme a descansar.

Al día siguiente llamaron a mi puerta, era un amigo mío, que había olvidado un abrigo en mi casa. Le ofrecí un café, y aceptó de muy buena gana.
Durante la charla sentí la necesidad extrema de comentarle lo que había realizado, y, de hecho, lo hice.
Me miró aterrorizado, y dijo que tenía que irse, porque lo esperaba su mujer, y no podía demorar más. Noté su miedo, por lo que no me opuse a su partida. Horas más tarde volvieron a tocar mi puerta pero, esta vez, era la policía.

El resto es historia, me declaré culpable en el juicio y fui condenado a perpetua, gracias a un juez progresista y a una campaña mediática que no me ayudó.





Así fue como llegué a esta plataforma, que la única vista clara que ofrecía era la del cielo, porque hacia abajo todo se presentaba difuso. No tenía contacto con nadie más que no fuera mi compañero, porque la comida la arrojaban desde un helicóptero (insisto, un despilfarro), y la bebida era el agua que obteníamos del lavamanos. Este hombre con el que compartía mi pena era bastante callado, en una década habíamos hablado bastante poco, es más, nunca me había dicho qué había hecho como para haber sido condenado, algo que, en diez años de estar allí, sería natural de contar.

Ese día lo noté bastante eufórico: a pesar de nuestro poco contacto, me había sugerido la idea de escapar, a lo que contesté:

-¿Cómo?

-Saltando- me contestó, muy confiado.

-Hay más de cincuenta metros hasta allá abajo, no hay chance de que sobrevivamos- repliqué, con desgano.

-Sí que hay, es cuestión de arrojarse. No quiero vivir el resto de mis años en este lugar.

-Yo tampoco, pero confío en que algún día tomen en cuenta nuestra buena conducta y nos den la libertad- le dije, mientras miraba hacia arriba, mostrándome esperanzado.

-No seas iluso, no tienen ni idea de qué hacemos acá arriba, nos arrojan comida y se van, es lo único que saben de nosotros, que comemos. Ya estás crecido, ¿querés morir acá? Te dieron perpetua, es la máxima condena, si escaparas a lo sumo te volverían a sentenciar de la misma manera, o morirías en el intento pero, al fin y al cabo, ese sería el inevitable desenlace de tu estadía acá. Vamos, tenemos que intentarlo, hace diez años que estamos acá.

Me quedé callado, ya que no estaba nada equivocado en lo que me decía, mi muerte era segura, pero ahora él me estaba dando a conocer que tenía la chance de cambiar ese destino o, en su defecto, apresurarlo. Será que ya había descartado la idea de volver al mundo, irme de este sitio surrealista, apartado de todo.

-Hagámoslo- le dije, ya convencido.

-Perfecto- contestó, mientras se acercaba al borde de la plataforma

Me coloqué a su lado, y me preguntó:





-¿Quién salta primero?

Me quedé callado, sin contestar nada, hasta que volvió a hablar él:

-Yo voy en primer lugar, después vas vos, ¿te parece?

Asentí con la cabeza, y me saludó:

-Hasta luego, ¡nos vemos abajo!- y sin más, se arrojó al vacío.


Observé cómo poco a poco mi compañero se hacía cada vez más diminuto ante mis ojos, pero yo seguía ahí, inmóvil. No esperé mucho más, di media vuelta y me recosté en la plataforma.







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