Hace unos cuantos años, cuando todavía cursaba la secundaria, me hice amigo de una chica. No sé si amigo es el rótulo. Era de esas relaciones en las que no sos simplemente un conocido, pero tampoco cumplís con los requisitos para ser llamado “amigo”. Estaba en ese limbo donde descansan los que no alcanzan la plenitud del vínculo, pero tampoco perecen fácilmente en el olvido. De cualquier manera, yo sí la consideraba mi amiga.
De pequeña había sido obesa, y así pasó los comienzos de su adolescencia en el colegio, entre cargadas y cuestionamientos de sus padres, que la increpaban por su estado físico. Ella siempre decía que no estaba “tan gorda”, y que no merecía que la trataran así por su aspecto. Yo siempre creí que tenía razón.
Durante su adolescencia tuvo un novio fanático del boxeo, que era conocido mío. El chico era gentil con ella al principio, pero luego se volvió ¿inestable?
Resulta que, a pocos meses de empezar a salir, él empezó a preguntarle por cada persona con la que ella hablaba. “¿Quién es ese?”, “¿Quién es el otro?”, y otras preguntas de esa estirpe abundaban en su relación. En esa época regía el MSN como chat por excelencia, y el Fotolog como red social preferida. Ambos eran absolutamente monitoreados por su novio.
¿Qué hacía este muchacho cuando veía que mi amiga se llevaba bien con un chico? Bueno, primero le decía a ella que se alejara y, si no aceptaba, amenazaba al muchacho en cuestión. En cualquier caso, ella siempre terminaba sola.
Aun así, conservaba un grupo de amigas, que se juntaban con frecuencia, ya sea en una casa o un boliche. Vale mencionar que el novio siempre estaba en esas reuniones y salidas. Cuando no podía asistir, la asesinaba a mensajes de texto y llamadas a lo largo de la noche.
Un año antes de terminar el secundario, mi amiga se separó de este chico. Él amenazó con suicidarse, pero no lo hizo. Fue entonces cuando ella y yo nos hicimos más cercanos.
El último año del colegio transcurrió para la chica con mucha soltura. Volvió a hablar con la gente que su ex novio le prohibía, renovó positivamente los vínculos con sus amigas, y empezó a vislumbrar su futuro universitario. De paso, también bajó de peso.
La universidad cambió su perspectiva, conoció movimientos políticos, ideas nuevas, frescas y revolucionarias. Una compañera de ella le dijo que tenía que “hacerse respetar”, frente a los hombres. “Se supone que tienen que ser nuestros compañeros, no nuestros dueños”, le explicó, y así su cabeza dio un vuelco total.
Mi amiga era hija de un matrimonio inestable. Su padre, cuando tenía 35 años, había contratado a una empleada doméstica 14 años menor que él. Al principio fue una relación laboral pero, tiempo después, se convirtió en un amorío, que derivó en embarazo. Ninguno de los dos pensó en abortar, puesto que ambos aseguraban estar “enamorados” y “felices” por tener un hijo.
Sin embargo, apenas nació su hija, se separaron.
Durante los primeros cuatro años de vida, la madre crió sola a su hija, pero luego volvió a estar en pareja con el padre. Desde ese entonces, él la golpeó cada vez que se le antojó.
Cuando tenía 7 años, fueron de vacaciones a una cabaña en la costa durante un verano y, al parecer, todo fue desastroso. Me contó que su padre golpeó a la mujer cada día de esas vacaciones. A veces porque la mujer olvidaba comprar algo para la cena, y en ciertas ocasiones porque sentía que andaba “mostrando mucho” en la playa. Mi amiga se escondía, y buscaba no intervenir.
Con el paso de los años, los golpes del padre a su madre se hicieron menos frecuentes, pero los recuerdos aplastaron cualquier aprecio que ella pudiera tener por su progenitor. Nunca había encontrado respaldo para detestarlo, debido a que las figuras paternas suelen ser sagradas, hasta que se topó con esa fresca corriente de pensamiento en la universidad.
Lamentablemente, su estadía en la facultad duró un año, debido a que decidió cambiar de carrera, para pasarse a estudiar idiomas en un instituto privado.
Durante esos años, nuestra relación se fortaleció, aunque no nos veíamos mucho. Ella me contaba muchas cosas, y yo también le decía mucho sobre mí. Cada tanto salíamos a caminar por el parque, y a veces íbamos a la reserva ecológica.
Ella amaba los gorriones. “No cantan lindo ni hacen vuelos extravagantes, pero siempre están entre nosotros. Las cosas más lindas están entre nosotros, todos los días”, me dijo una vez, y mi alma plasmó el recuerdo. Hay recuerdos que se tienen en la mente, y otros en el alma. Los primeros están llenos de sonidos, aromas, e imágenes. Los segundos, en cambio, traducen estos aspectos en sensaciones. Yo recuerdo cómo se sentía estar con ella, pero ya su rostro y su voz me parecen difusos.
Una vez que empezó cursar en este instituto, conoció a un chico al que ella calificaba de “sencillo”. No se esmeraba en usar ropa variada, tenía el pelo bien cortito, y amaba pasear en bicicleta y fumar porro. En su momento creí que era sarcasmo, pero no, él realmente amaba esas dos cosas. ¿Y por qué no? pensé, ¿qué tendría de malo apasionarse por eso?
La relación entre ellos dos avanzó rápido, y parecía prometedora. Ella se la pasaba de buen humor, y él le hacía regalos cada vez que se veían, recordándole su amor en cada oportunidad.
Este chico había estado en el ejército durante un año. Su padre lo había impulsado a entrar, porque decía que veía en él “un gran servidor a la patria”. La verdad es que nunca entendí cómo entró ni qué tuvo que hacer para lograrlo, pero sí sus penurias durante su estadía.
A lo largo de ese año en el mundo de la defensa nacional, el muchacho fue abusado en reiteradas ocasiones por sus compañeros. A veces de a uno, y otras en grupo. Lo castigaban por “ser puto”, aunque este muchacho no se autodenominaba homosexual, ni tampoco había tenido deseos de estar con un hombre alguna vez. Él insistió en explicarles eso a sus abusadores, pero no surtió ningún efecto.
Poco antes de terminar ese año fatídico, su padre falleció y, tras una larga charla con su madre, abandonó el ejército. Mi amiga lo conoció un año después de esta experiencia.
Pasados casi 10 meses de relación, y a pesar del buen comienzo, el jovencito empezó a montar ataques de celos, a lo que mi amiga respondió con una entereza que nunca antes le vi: “Yo no tengo por qué darte explicaciones”, le dijo, fulminante.
Al principio, él pareció entender, pero no pasaron ni 24 horas, que volvió con los mismos planteos, y la obligó a mostrarle sus conversaciones.
La semana siguiente la chica vino a mi casa, pero a su novio le dijo que iba a lo de su abuela. Nos quedamos tomando y conversando, hasta que le consulté por qué seguía con él.
“Es buen chico”, me contestó, y le pregunté si no creía que merecía estar al lado de alguien que la respetara. “Vos das para más, este chico te limita todo el tiempo. Te está pasando lo mismo que con el anterior…”, le dije, con algo de ingenuidad en mi voz, y un poco de preocupación. Me contestó que iba a replantear su situación, pero que no aseguraba nada.
Un par de semanas más tarde, ella lo dejó. Lo hizo por teléfono, porque quería evitar la confrontación cara a cara. Él se lo tomó con tranquilidad, y dijo que entendía sus argumentos. “Espero que podamos ser amigos”, remató, y colgó la llamada.
Esa misma noche, el muchacho fue al departamento donde vivían mi amiga y sus padres. Eufórico y a los gritos, arrojó varios piedrazos al vidrio de portería, abriendo algunos agujeros en el mismo, donde quiso continuar el destrozo con sus manos desnudas, provocando cortes en su palma y sus dedos. Al no poder destruir el frente por completo, usó la sangre que brotaba de sus manos como tinta para escribir “te amo” en lo que quedaba de vidrio.
Al día siguiente, la madre del muchacho llamó por celular a mi amiga para decirle que era una “puta”, que se estaba “cogiendo a todo el mundo”, que su hijo era un “gran hombre” y que se lo estaba perdiendo. Tras este llamado, mi amiga habló con su madre, y le preguntó por qué pasaba todo esto, por qué no podía elegir separarse de un chico sin que hubiera consecuencias de este tipo, o que le echaran la culpa. Su madre le contestó que a veces hay que “resistir por amor”, porque si no “todo se va de las manos”.
Días después me junté un par de horas con ella, me contó lo ocurrido.
Me sentí convulsionado por el relato de su ruptura pero, al mismo tiempo, esperanzado. Si bien había sido una catástrofe, ella había logrado romper sus cadenas. El tipo, después del colapso, no la molestó más, y ahora tenía el futuro despejado en el campo amoroso. Sin fantasmas, sin abusos.
Tras esta conversación, no hablamos durante un largo tiempo y, de alguna manera, le perdí el rastro. Por eso mismo me llamó doblemente la atención enterarme que cerró su Facebook.
Le escribí al Whatsapp para preguntarle por qué lo hizo, y me dijo que la red social la desconcentraba mucho, y que le estaba complicando estudiar para las materias.
Le creí, porque tenía sentido, porque parecía verdad. Pero así como la verdad no siempre es creíble, lo creíble no siempre es la verdad.
Tiempo después noté que no sólo había cerrado su perfil, sino que también me había bloqueado del Whatsapp. Intenté llamarla, pero no atendió. Yo no conocía a sus padres, y apenas si tenía a una amiga de ella en Facebook, a la que le pregunté si sabía algo, pero me juró que no estaba al tanto.
Tan sólo un día después de mis interrogaciones, me llegó un mensaje privado de mi amiga, desde su Facebook. Para cuando abrí el mensaje, ya lo había cerrado de vuelta. No me aparecía su nombre, pero supe que era ella porque el historial de conversaciones no había sido borrado.
El mensaje era larguísimo, y no era ella la que escribía, era un hombre, un nuevo novio, que me amenazaba de muerte si intentaba rastrearla. Un mes después me llegó otro mensaje, pero no era desde el perfil de mi amiga, sino del de este tipo. Hice a tiempo a guardar su nombre, pero enseguida me bloqueó. Otra vez, como era de esperarse, me amenazaba.
El sujeto era boxeador, igual que su primer novio, y eso es todo lo que pude averiguar de él, puesto que ella ya había caído profundamente en el agujero negro que pergeñan los abusivos, ese que aparta a la víctima del mundo, volviéndola una sombra más.
Nadie supo qué pasó durante mucho tiempo, hasta que por fin hubo una noticia.
Su primer novio, conocido mío, me escribió para preguntarme hace cuánto no hablaba con ella. Me llamó la atención, ¿por qué, después de tantos años, me escribía para eso? Por las dudas, no le di todos los detalles, sólo le comenté que hacía mucho no me podía comunicar.
Entonces, le repregunté hace cuánto él no hablaba con ella, y me respondió que eso no importaba, porque había aparecido muerta.
Me quedé helado. No creí que pudiera pasar. De alguna manera, siempre tuve la esperanza de que mi amiga se borrara de esa pareja enfermiza y de la que tan poco sabíamos todos, pero no pudo ser.
Se enteraron de su muerte porque los vecinos de su novio llamaron a la policía cuando escucharon gritos y golpes. Al parecer, el tipo le desfiguró la cara porque ella había llegado a casa a la madrugada, sin avisarle a dónde había ido. Estaban conviviendo hacía cinco semanas, según contaron los testigos.
La sorpresa fue general, los padres no hablaban con ella desde que había dejado la casa, y las amigas le habían perdido el rastro. Nunca se supo a dónde fue esa trágica madrugada, porque su celular no apareció, y su novio escapó luego del asesinato.
Los amigos del homicida dijeron que él era “buen chico”, que era imposible que hubiera matado a alguien. “Ella era re problemática”, salió a decir la hermana del tipo, mientras que su madre aseguraba que los vecinos “inventaron” la pelea que acabó con la vida de la chica, y que con “escuchar gritos” no alcanza para acusar a alguien de homicidio.
Mi amiga no tuvo funeral. No sabemos si la cremaron, si está en una morgue, o si la enterraron a escondidas. Sus padres no se contactaron con nadie después de enterarse del hecho, por lo que el destino de su cuerpo, una vez más, quedó condenado por el silencio.
El día que me enteré de su muerte estaba con mi novia, hoy ex, que me preguntó por qué estaba llorando. Le conté que mis lágrimas eran porque un novio golpeador había matado a una amiga mía. Tras un abrazo inicial de contención, tomó distancia y, con algo de soberbia, me dijo: “¿Y para qué estaba de novia con un golpeador? Ella sabía que esto podía pasar”.
La miré con odio, contuve mi respuesta, y lloré más fuerte.
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