Sueños y despedidas
Ese lunes, antes de salir al trabajo, envié un mensaje a
Ástrid a la mañana, para desearle que tuviera un buen día. Pasó toda la jornada
laboral, y no obtuve respuesta alguna. De hecho, me aparecía que ella había
visto lo que le escribí pero, aparentemente, mis palabras no ameritaban que
ella me contestase.
Ante este panorama, me pregunté si todavía tenía alguna chance
de encontrarme con ella el miércoles, y si la última vez que nos vimos fue
realmente tan especial como yo creí. Quizás el beso que nos dimos en la parada
del colectivo no representó nada para ella. Tal vez los besos en sí mismos no
signifiquen nada importante en su consideración.
¿Pero cómo comprobar eso? Ya pasó más de un día desde entonces, y yo todavía puedo sentir su cintura en mis manos, su lengua
moviéndose suavemente dentro de mi boca, y la fuerza de mis latidos rebotando
en mi pecho. No sólo siento todo esto, sino que lo quiero repetir.
También recuerdo su sonrisa luego de besarnos. Sin embargo, no
puedo decir si fue una sonrisa de felicidad, porque su mirada no expresaba
nada. Nada en absoluto. Ástrid tiene una fuerza implacable en sus ojos, pero en
ese preciso momento no transmitió ningún mensaje con ellos. Empiezo a creer que entendí todo mal.
La tensión recala en mi cuerpo al darme cuenta de esto. Antes
de este acercamiento, ella era para mí una persona inalcanzable, pero ahora la
siento mucho más cerca, y temo no saber controlarlo.
Me doy cuenta además que, a pesar de todo esto que pasó, sigo
sabiendo muy poco de ella, y que esto conspira completamente en mi contra. La
ignorancia es muy peligrosa cuando uno se adentra sin guía en terrenos
novedosos, y Ástrid es algo completamente nuevo para mí.
Finalmente, las horas pasaron y terminó mi horario en la oficina.
Luego de asentarme en mi casa, miré la hora para ver si Ástrid había salido del trabajo y,
como no me había escrito en todo el día, la llamé, decidido. Extrañamente,
atendió al primer intento:
-Hola -saludó.
-Hola Ástrid.
-¿Qué pasa?
-¿Cuál fue el peor momento de tu vida? -pregunté, sin hacer
introducción alguna.
-No sé cuál fue el peor. Pero todavía no puedo sacarme de la
cabeza cuando atropellaron a mi amigo -respondió, casi sin dilación.
-No sabía que lo habías visto morir…
-Sí, lo vi. El colectivo lo destrozó. Lloré a los gritos mucho
tiempo.
-¿Lo extrañás?
-¿Qué importa? Está muerto.
-Era tu amigo…
-Pero está muerto. Ya no existe. Lo quise muchísimo en vida, y
lo recuerdo con amor, pero no puedo extrañarlo, porque tengo muy presente el instante de su muerte. Yo vi cómo se estrelló contra el colectivo, y después la
avenida se llenó de sangre. Es difícil no asimilar un evento tan violento.
-¿Alguna vez pensaste en tu muerte?
-Pensé en morirme. Muchas veces, pero nunca quise matarme. Le
temo a la muerte, le temo de verdad.
-¿Por qué?
-¿Alguna vez te pusiste a pensar en la muerte?
-Sí.
-Pero digo, seriamente, ¿pensaste con detalle qué es la muerte
y cómo se percibe?
-Sí, creo que al morir tiene que haber algo más -dije.
-¿Y si no lo hay?
-Tengo fe en que tiene que haber algo más, no puede
simplemente terminar de golpe todo.
-La fe no puede torcer la realidad.
-¿Y cuál es la realidad? -pregunté.
-Nadie la conoce. Físicamente es el fin de nuestra existencia,
¿pero cómo saber si nuestra mente persiste en este tiempo y espacio, a pesar de
no tener un cuerpo donde residir? No podemos responder eso con un “yo creo que
debe haber algo más”, pero tampoco podemos negarlo.
-¿Qué es la mente, Ástrid?
-El arma más poderosa que tenemos como seres humanos. La mente
crea universos enteros.
-¿Cómo es eso?
-¿Nunca soñaste?
-Sí, mil veces -aseguré.
-¿Y nunca experimentaste sensaciones durante el sueño?
-¿A qué te referís?
-¿Nunca te despertaste creyendo que tu sueño fue real?
-Por supuesto, ¿no es lo que nos provocan los sueños?
-Exactamente. La mente es tan poderosa que puede crear un
mundo paralelo, donde experimentamos vivencias al mismo nivel que si
estuviéramos despiertos. Aun así, nadie considera las experiencias oníricas
como reales; al contrario, se las desestiman en ese aspecto, y las terminan encuadrando
como reflejos de nuestros miedos y anhelos. Por ejemplo, hay sueños que recordamos
para toda la vida pero, incluso aunque hayan tenido un fuerte impacto en nuestra
memoria, no cuentan como experiencias vividas en el plano real.
-¿Vos creés que deberían ser consideradas como reales?
-indagué, interesado por lo que decía.
-Si nuestras sensaciones durante los sueños son reales, ¿no
sería razonable juzgar la experiencia como real?
-¡Pero los escenarios son ficticios, Ástrid!
-¿Qué nos asegura que todo lo que vivimos despiertos no sea
una ficción? Por lo que sabemos, así como ocurre con la muerte, nuestro día a
día es un misterio. ¿Quién puede jurar que no somos parte de un gran juego? Con
los avances tecnológicos que vemos hoy en día, ¿no te parecería creíble que
fuéramos parte de una gran partida?
-Lo pensé muchas veces…
-¿Y qué concluiste?
-Que tenemos poder de decisión. Nosotros somos los que
decidimos qué hacer con nuestras vidas, no tenemos a alguien orquestando
nuestros movimientos. Ahora mismo estamos hablando por teléfono porque yo elegí
llamarte, no porque un desconocido activó alguna función para que lo hiciera.
-Según tu perspectiva, un personaje de un juego sabe que es
parte del mismo, y que es un títere del usuario… -dijo, como invitándome a
completar la frase.
-Sí, porque sin el usuario el personaje no existiría
-expliqué.
-¿Y si existiéramos a pesar de los usuarios? ¿Si todo
continuara incluso cuando ellos no interfirieran?
-Se me hace difícil de imaginar.
-De hecho, ¿nunca tuviste un deja vu?
-Muchas veces. Cuando no me contestás un mensaje, siento que
es una situación que ya viví antes… ja ja -bromeé, como para que no quedáramos
atascados en la seriedad.
-Ja ja, ¡te hablo en serio!
-Ja ja. Bueno, sí, tuve muchos deja vu… ¿Por qué?
-¿No pensaste que quizás eso se dé porque el juego tenga una
cantidad limitada de situaciones posibles, y eventualmente siempre se repetirá
alguna?
-Pero, Ástrid -interrumpí- En cualquier juego el destino final
es la victoria del participante. ¿Cómo encuadra la muerte en ese contexto?
-Quizás los muertos son las partidas que nadie quiso retomar,
dejando al azar de las combinaciones de algoritmos el destino de cada personaje;
o quizás realmente te mueras en el juego, y el usuario no tenga forma de
empezar con el mismo personaje cuando quiere retomar. Tal vez hasta haya gente
que muere joven porque tiene un muy mal usuario encargándose de su vida.
-¿Y la mente? ¿Cómo se explica?
-En caso que fuéramos personajes de un juego, puede ser que lo
maneje un jugador, o sólo sea otro resultado aleatorio de configuraciones
programáticas. Pero si realmente somos seres con consciencia y libres de este
tipo de manipulación, puede que sea un poder superior que la naturaleza nos
haya otorgado -contestó, con tono reflexivo.
-¿Y si la mente también es resultado del azar?
-¿A qué te referís?
-A que quizás nuestra mente también sea producto de elementos
aleatorios funcionando en nuestro cerebro, y los demás componentes de nuestro
organismo, y lo que creemos un poder superior, tan sólo sea un montón de
agentes confluyendo de manera automática.
-Y… si así fuera, no nos queda mucho más por conjeturar, más
que una muerte tan libre de interpretaciones como la que damos por hecho con
las plantas o los animales. Un simple cambio abrupto de vivo a muerto. Como un
aparato que deja de funcionar, y se tira para que no estorbe.
Lo dijo con tanta crudeza, que sólo pude quedarme callado,
pero ella continuó:
-Esto también pasa con las personas en vida. Desaparecen
abruptamente, sin dejar rastro alguno, como si todo lo que viviste junto a ella
hubiera sido un sueño, y al despertar no quedaran vestigios de su presencia.
La diferencia es que vos sabés que siguen existiendo. Y ahí es
cuando no sólo sufrís por su partida, sino que empezás a extrañar, porque estás
carente de razones: No tenés idea qué hizo que se alejara de vos. Por lo poco
que sabés, hasta podría ser tu culpa, y a partir de esa premisa, empezás a
rebobinar todo lo ocurrido, buscando argumentos para justificar su
desaparición.
Los buscás rodando escalera abajo, sintiendo el borde de cada
escalón impactar contra tu espalda, convirtiendo cada recuerdo en un golpe
lleno de desgracia. Y así volvés a empezar de la peor manera, herida y
frustrada, como despertando de una pesadilla que alguna vez creíste un sueño
hermoso.
Volví a callar un instante, pero esta vez yo rompí el
silencio:
-¿Eso te pasó a vos, Ástrid?
-Sí.
-Me apena mucho.
-No es necesario.
-Haber sufrido no significa que no puedas volver a ser feliz.
-Yo soy feliz. Sólo que no estoy acompañada.
-¿Sos feliz estando sola?
-¿Sos feliz junto a la gente con la que te rodeás?
En ese momento, sonó el timbre de mi casa. Por la hora, debía
ser Helena. Ignoré el sonido, y continué la charla:
-Creo que sí…
-¿Y sos feliz con vos mismo?
-¿Cómo puedo saber eso?
-No es fácil. Necesitás hablarte, preguntarte cosas, llegar a
comprenderte. Por qué te gusta lo que te gusta, por qué hacés lo que hacés, por
qué pensás de tal o cual manera. Es un camino que a muy pocos les gusta
recorrer.
-¿Por qué?
-Les asusta que, al encontrarse ellos mismos, pierdan a todos
los demás.
-¿Por qué los perderían?
-Porque desglosando nuestra concepción del todo, se nos van
derrumbando protagonistas…
El timbre volvió a sonar.
-Creo que te están tocando el timbre -dijo, cortando su
relato.
-Es que justo invité un amigo a casa, y acaba de llegar -comenté,
como tratando de excusarme.
-Pasala lindo, besos.
-No, pará…
-No, no, atendé a tu amigo, hablamos el miércoles -replicó
Ástrid, y cortó.
PARTE 17 https://www.tomasbitocchi.com/2016/06/astrid-parte-17.html
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