martes, 19 de abril de 2016

Ástrid - Parte 5

¿Hacia dónde vas?


Conocí a un chico por Internet.






Puedo darme cuenta que es inteligente porque no me niega como los demás. Usualmente, cuando las personas me conocen (o intentan hacerlo), descreen de mí. No les parece que esté siendo natural, creen que poso, que no me muestro como lo que soy, sino como lo que quiero parecer. Tienden a querer encasillarme en sus propios estándares de comportamiento: “Si Ástrid se comporta así, debe ser porque quiere parecer distinta, aunque en realidad no lo sea”, o “si piensa o siente de esta manera, seguramente tiene que ver con algún trauma de la infancia, puesto que nadie es así naturalmente”.

Me hacen sentir como si yo fuera un error pero, en realidad, son ellos los que no pueden estar más equivocados: Intentan comprenderme a través de sus experiencias, en lugar de empatizar con las mías.

Particularmente, con este chico hablo bastante más que con las demás personas, aunque no es mucho mérito, dado que mis conversaciones son en su mayoría escuetas y esporádicas.

Empecé a tomarlo en serio una vez que me preguntó cómo me sentía conmigo misma. Lo sentí extraño… ¿Cuánta gente te pregunta eso alguna vez en tu vida? Poca, muy poca, y no pienso dejar pasar de largo a alguien que sea de ese grupo selecto.




Aun así, no encontraba de dónde sacar las ganas para verlo, hasta que una vez me dijo que quería hablar de algo específico, y que tenía que ser en persona sí o sí. Me intrigó, porque no muchos se quieren juntar a charlar un tema determinado. Casi siempre es un encuentro a modo de “tanteo”, para después definir cómo proyectar el vínculo.

Por eso, arreglamos, nos reunimos al día siguiente en la plaza unos minutos, y me hizo sus preguntas. Quería saber de mi familia y mis amigos. Le extrañaba que no hablara de ellos.
Le conté de mis padres, de mi hermano, y algunas cosas más. También le conté de un amigo que murió atropellado por un colectivo. No me pidió detalles de su muerte.
Todavía recuerdo a mi amigo con mucho cariño. Nos juntábamos en mi casa después del trabajo. Él casi no hablaba, y yo tampoco, pero su presencia me daba mucha calma. Era un flaco que en ningún momento se me insinuaba ni hacía chistes al respecto. Era mi zona liberada, y por eso me gustaba tenerlo cerca.
Cada tanto me dejaba cartelitos con preguntas en mi escritorio. “¿Quién es Dios?”, “¿Qué sos para los demás?”, y “¿Hacia dónde vas?” eran algunas de sus ellas. Unas las tengo más respondidas que otras, pero ninguna por completo. La falta de certezas siempre alimentó mi curiosidad, pero me fue alejando del ritmo preestablecido de los demás.
El día que lo pisó el colectivo lloré a los gritos.
Habíamos llegado a una esquina, y paramos en un kiosco a comprar cigarrillos. Después de pagar, vimos a un perrito a punto de cruzar la avenida con el semáforo en verde, mientras los autos iban y venían.
Lamentablemente, él corrió a rescatarlo y, en apenas un segundo, el frente del transporte público quedó roto y lleno de sangre. El perrito, por su parte, se fue corriendo y se perdió de vista. Desde entonces, estoy completamente sola.
Este chico nuevo, por más que no le llegue ni a los talones a mi amigo, me hace sentir su interés por pasar tiempo conmigo. En algún punto, es un poco reconfortante, aunque nuestras diferencias en la forma de concebir las relaciones humanas son tan abismales que, eventualmente, nos alejarán.



PARTE 6 https://www.tomasbitocchi.com/2016/04/astrid-parte-6.html






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