Hacía mucho no me ponía a pensar en eso, puesto que no se había dado ninguna situación que pudiera recordármelo. Pero esa mañana fue distinto: mientras yo soñaba, ella faltaba en la cama.
Al abrir los ojos sentí un aroma bastante desagradable pero a la vez familiar: era el desayuno, tan exageradamente cocido, como siempre, desde las tostadas hasta el café.
Como primer sonido matutino escuché un alegre "¡hola gordo!, ¿dormiste bien?", no atiné a contestar: ¿acaso yo estaba siendo descortés? Pues sepan que más descortés eran su hedionda sonrisa y su hipocresía, como tratando de ignorar lo que pasó durante la noche. Pero, tarde o temprano, iba a tener que hablar.
Sin probar ni un bocado de la burla alimenticia que recibí como primera comida del día, observé fijamente sus ojos, centrados en la vorágine térmica del café. La mujer no miraba, como si fuera una extraña ella, un extraño yo.
Decidí conversar:
-¿Qué hiciste anoche? -pregunté, con total tranquilidad
-Nada, salí con las chicas -me dijo, sin inmutarse
-Ah, que cuestión más interesante, ¿podrías detallarme algo más?
-Y nada, fuimos a la casa de un compañero del laburo -aclaró, con su habitual ineptitud para el campo del relato
Observé mi comida (tan quemada como el pelo de quien la había preparado) como a una enemiga, no estaba de mi lado, de alguna manera, era parte de ella, no mía. Recordé, en ese momento, una frase de algún personaje conocido, que decía: "dadle al César lo que es del César". Sospecho que no habrá pasado a la historia por su ingenio, pero en ese momento, el mismo me era útil.
Tras esta breve reflexión, y con mucho disimulo, arrojé la tostada contra su rostro, empapándolo en cenizas. Me miró y, como pretendiendo hacerme entender que tomó mi acción premeditada como un accidente, levantó la rodaja de pan carbonizado y la colocó sobre su plato.
Al no ver ninguna reacción meritoria de una represalia, volví a preguntar:
-¿Qué hiciste anoche?
-Te dije, salí con las chicas, a lo de un compañero -me recordó, con tono arrogante
-Ya sé con quién saliste y a dónde fuiste. Yo te estoy preguntando qué hiciste -increpé, con la misma tranquilidad que venía sosteniendo
-Nada, pusieron música y bailamos
-Mirá que afortunados, no todos los días se tiene la chance de poder hacer eso. ¿Qué y con quién bailaste?-mi sangre ya empezaba a calentarse
-Bailé con unos amigos, y amigas. Era música para bailar, no sé como explicarte. Reggaeton, y esas cosas... ¿qué te cambia? ¿tanto te importa? -contestó, mientras sus nervios empezaban a crecer y volvía su mirada hacia el desayuno
Tras un prolongado silencio me levanté de mi silla, y me ubiqué detrás de ella, que todavía seguía tomando café. Intenté masajear su espalda, pero fue infructuoso, dijo que no estaba de humor.
Mansamente me acerqué hacia su oído y pregunté, casi susurrando, mientras en mi boca se formaba una sonrisa, por lo único que me interesaba saber:
-¿Cuántos?
En ese mismo instante, empezó a llorar. No como se llora cuando no se come un desayuno decente en más de 5 años, era más bien un llanto lleno de dolor, de culpa.
-¿Qué pasa? ¿Fueron más de los habituales? Podrías empezar a cobrar, ya que no traés un peso a la casa.
-¡Callate basura! ¡Callate de una vez, no me denigres más! -gritó, entre un millón de lágrimas. Yo, mientras tanto, mantenía la calma:
-No entiendo por qué te exaltás de esa manera, podríamos charlarlo un ratito, ¿o te me vas a negar?
La abracé desde atrás, mientras ella seguía sentada, y comencé a besarla. Conforme nos volvimos más apasionados, nos dirigimos a la cama, que ya estaba a nuestra espera.
Sin demasiado argumento de por medio, hicimos el amor, de una manera furiosa y desesperada, como si fuera la última vez.
Me detuve por un segundo, y la miré a los ojos. Entre agitación y nervios, le pregunté:
-¿Todavía me amás?
-Siempre lo hice, y nunca voy a dejar de hacerlo -respondió, previa a empezar un nuevo llanto. Decidí no seguir hablando, y terminar con lo que había empezado.
Durante el momento de éxtasis, distraídos del entorno, tomé con mi mano derecha la navaja que durante la noche había puesto debajo de la almohada, y saqué su cuchillo a relucir. Ella no notó nada, estaba sumida en nuestro momento de amor.
Cuando hube de terminar mi parte del acto, acaricié su pelo con mi mano izquierda, algo que siempre la adormeció y que, en esta ocasión, surtió el efecto deseado: había cerrado sus ojos.
Dudé unos segundos antes de hacerlo, pero hacía demasiado tiempo que no dejaba de postergarlo. Era hora de tomar valor, de una vez por todas.
No puedo recordar cómo fue, ni que expresión tenía en su rostro, mi memoria más inmediata después de ese momento es una imagen de mí mismo vistiéndome con ropa elegante, tras haberme duchado. Bajé sin ninguna prisa hacia el garage, agarré el bidón repleto de combustible que tenía guardado desde hacía meses y, una vez rociado todo el dormitorio, encendí un fósforo.
Me paré frente a mi casa y observé cómo las llamas consumaban mi victoria. Luego suspiré profundamente.
Miré al cielo, y cada nube parecía esculpir su sonrisa. Recordé el día en que la conocí, el beso que le di de sorpresa y todas esas maravillosas tardes paseando por el parque. También me acordé de lo hermosa que se veía por las mañanas, y la bella voz que tenía al cantar.
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