Era tarde en la noche, ya era hora de volver a casa, pero el chico se desvió unas cuadras, hasta llegar a las puertas de una iglesia, ubicada a mitad de cuadra. Subió las amplias escalinatas, donde yacía un pordiosero, y se adentró directamente en el templo.
Lentamente caminó hacia el primer banco, mientras observaba con expresión maravillada el arte que inundaba el techo y las paredes. Se sentó, miró fijo el altar y, con tono pesado, susurró:
-Pensé que nunca iba a volver -ladeó la cabeza y tragó saliva- pero acá estoy, con las ideas más claras.
Tomó una pausa, miró una de las imágenes que estaban cerca suyo, y prosiguió:
-Es que estaba enojado, sin nada por qué seguir... pero no vine a explicar, estoy seguro que vos sabés todas mis razones. Hoy sólo te vengo a agradecer, porque todo está mejor, mi familia, mi casa, mi actitud, y porque esta tarde conseguí trabajo -suspiró y prosiguió- fue todo tan difícil... ¡no entiendo por qué me abandonaste tanto tiempo!
El jovencito soltó un par de lágrimas y, para fomentar el llanto, agachó la cabeza y agregó:
-Sigue siendo difícil, vivir cuesta tanto, y la felicidad asoma tan escasamente -secó sus lágrimas, tomó aire, y alzó su mirada hacia el altar- Pero ahora voy a estar mejor, porque entendí que vos siempre estuviste ahí, que nunca me abandonaste, que me pusiste pruebas para que aprendiera el valor del esfuerzo. Simplemente gracias, te prometo que me verás de vuelta acá, te lo prometo de verdad, si esa es tu voluntad.
Con poca prisa se levantó y, antes de abandonar el edificio, se persignó sonriendo esperanzadoramente. Apenas cruzó la puerta le dejó unas monedas al pordiosero, que dormía plácidamente, y enseguida bajó las escaleras y enfiló hacia la esquina, para de ahí seguir caminando hasta su casa.
El chico tomó noción de la hora que era, por eso sacó el celular del bolsillo para llamar a su madre, y avisar que ya estaba en camino.
Ni bien tomó el teléfono, sintió un brusco empujón, que lo estampó contra la pared:
-No hagás bardo y dame la plata -dijo uno de los agresores.
-Dale amigo, calladito y no te hacemos nada -añadió el otro, amenazándolo a punta de pistola.
Sin emitir una palabra por el miedo, la víctima entregó su billetera, y le sacaron de la mano el celular.
-Andate por donde viniste, para allá, dale dale, calladito -apuró y empujó el ladrón, que emprendió junto a su compañero el camino contrario.
El joven agredido se alejó a paso ligero y muy nervioso, murmurándose palabras de aliento:
-No me hicieron nada, estoy bien, estoy bien.
Pasando nuevamente por la entrada de la iglesia se escuchó un fuerte estruendo, que derivó en la caída abrupta del muchacho. Instantáneamente las baldosas empezaron a mancharse de sangre.
Los delincuentes llegaron corriendo y, mientras él temblaba de agonía, le sacaron el reloj y las zapatillas. Luego escaparon ágilmente.
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